Mis músculos se contrajeron con voluntad propia y sin descanso. Una sensación maravillosamente desconocida me recorrió la columna vertebral, desde el coxis, una a una cada vértebra hasta llegar a mi cabeza. Mi nuca se arqueó 180 grados y desapareció de mi mente cualquier pensamiento. Allí estuve, en una burbuja de dicha absoluta unos segundo eternos. El gemido animal que salió de mi boca rompió el hechizo.
Mi primer orgasmo, más allá del maravilloso placer, fue una experiencia sanadora. Tocar mi cuerpo sin angustias, críticas o vergüenza me había tomado años.
“¡Cochina!” Me había gritado mi nana la primera vez que me toqué la vulva mientras me bañaba. Yo tenía cuatro años y ninguna noción del placer sexual.
Aún no creamos que lo que nos dicen de chiquitas nos toca, nos toca. Mi nana había sido criada así, con vergüenza hacia su cuerpo, con negación al placer, con culpa por haber nacido mujer. Su experiencia trató de dar forma a la mía y logró por mucho tiempo. Mi mami no era católica, ni lo era yo tampoco, y aún así escondí mi cuerpo y me negué a mi placer por vergüenza y culpa.
¿Alguna vez escuchaste que lo único que un hombre busca en una mujer es tener sexo con ella? Yo había pasado años convencida de que mi cuerpo y mi sexo eran el único valor que podía ofrecer. No había pedido placer, por no sentirme merecedora, por no saber qué me gustaba. Hasta aquel momento no había tenido un orgasmo.
Ese primer encuentro de placer conmigo fue el principio de un viaje hermoso. Luego ya miraría mi vulva en un espejo, con el mismo interés con el que de niña había mirado los gusanos que forzaba fuera de la tierra a estirones. Después dejaría de taparme las tetas cuando tenía sexo o de preocuparme si tenia o no celulitis. Así fui descubriendo que, pareja o no, era merecedora y sobretodo dueña de mi placer.