Llegaba al final de la década de mis 30 años y nunca me había masturbado. Otros me habían masturbado y no creo haberlo disfrutado mucho. Es extraño, recuerdo haber tenido la sensación de que mi cuerpo me era ajeno y era casi como una capa de ropa que y prestaba para el disfrute de otros. Traté a mi cuerpo como moneda de intercambio con la que pagué por compañía, atención, escucha y la ilusión en mi cabeza de algún día tener mi propia familia.
Tres décadas de existencia en el planeta tierra y en lo que sí me había vuelto experta era en fingir orgasmos, a tal punto que asumí que eso era lo que hacían todas las mujeres. El sexo existía fuera de mi, como algo que me ocurría a mí, de lo cual yo no era partícipe.
Cuando cumplí 30 decidí parar. Así de seco y con gran dificultad me aventuré a descubrirme sin el ruido de una pareja o el vacío general que me dejaban los encuentros sexuales. Mi intención fue siempre la de sanar en espíritu, y llegar a la raíz de mi pánico al abandono que me había llevado a aferrarme a relaciones tóxicas y a dañar, inconscientemente, aquellas que tenían visos de ser sanas y balanceadas.
Por aquella época logré un puesto como desarrolladora de contenidos para una revista digital de estilo de vida enfocada en las mujeres latinas. Allí empecé a escribir mi primera columna de sexo, sin tener mayor entrenamiento en el tema y con un récord personal que dejaba mucho que desear. Pienso ahora que quizás me impulsó el deseo de que entre mujeres nos ayudáramos a tener vidas sexuales más plenas. Tal vez me ganó la tranquilidad que siempre tuve para hablar de sexo, aunque en la práctica fuera otra cosa. Tal vez fueron las dos.
A la revista comenzaron a llegarme regalos de toda índole: juegos de cartas de posiciones sexuales, libros sobre cómo mejorar tu vida sexual, condones, lubricantes y vibradores, muchos vibradores. Llevaba meses escribiendo sobre orgasmos femeninos y sabía por las estadísticas que la mayoría de las personas con vagina necesitan estimulación del clítoris para sentir un orgasmo. Mi vida sexual servía de testigo de que la penetración vaginal, aunque rica, no había logrado jamás ser explosivamente deliciosa.
Una noche en que mis compañeras de apartamento habían salido de fiesta, yo me quedé a hacer la mía con uno de los vibradores que había recibido. Armé todo un ritual sin pensarlo: prendí una vela de olor a vainilla, puse música romántica, de esa que todavía oigo a escondidas, y me acosté en la cama con un sobrecito muestra de lubricante de agua en una mano y un estimulador de “punto G” en la otra. Yo lo usé para estimularme el glande del clítoris.
A mis casi 30 años jamás había tenido un orgasmo y sentirlo, como parte de aquel pequeño ritual fue uno de los elementos que me ayudaría en mi proceso de sanación. Aquella noche, arqueada de placer, temblorosa y con corrientazos de energía pasándome por el cuerpo me abracé a la poderosa noción de que mi placer dependía de mi.